Cuando los ancestros garífunas tocaron tierra centroamericana, los tambores retumbaron como ecos
de una historia que ya estaba escrita en el viento. Salieron de Yurumein, la isla que el destino
les arrebataría, tras un naufragio que mezcló la sangre africana con la esencia indígena caribe.
Llamados "caribes negros", fueron testigos de la traición de los imperios y de la cruel danza de
la conquista. Expulsados de San Vicente en 1797, emprendieron un viaje errante por Belice y
Honduras hasta que, en 1802, sus pies tocaron las arenas de Gulfu Yumuoun, la Boca del Golfo.
Allí, el tiempo pareció detenerse. En 1831, Livingston nació bajo decreto guatemalteco, y las
casas de madera y techos de palma florecieron en medio de la brisa salada. En sus cocinas se
gestaban los sabores eternos del tapado y el pan de coco, mientras la lengua garífuna susurraba
los secretos de los ancestros. La yuca se convertía en casabe, y los tambores, con cada golpe,
invocaban espíritus que nunca abandonaron el mar.
Los días de gloria buscan desvanecerse, pero la resistencia de este pueblo aguerrido restituye
su cultura, sus letras, sabores, colores y sonidos. Es esta resistencia la que conocemos como
cultura. La lucha no solo es contra el olvido, sino también contra el racismo, la expulsión y
otros elementos que buscan invisibilizar la diversidad que somos.
El territorio garífuna no es un extraño en esta tierra; compartimos más que el nombre del país.
Hay una riqueza invaluable cultivada en el mar, de la cual el Caribe es testigo, y es
indispensable coincidir y compartir cada vez que sea posible.
Autor: Edvin Dardón